Se encontraba agotado de tanto pensar y darle vueltas a su soledad. Se agachó y utilizó la acera como sillón. La noche estaba silenciosa y el cielo muy claro, mostrando orgulloso gran cantidad de estrellas. Junto a sus pies, sin embargo, había un gran y sucio charco.
Mientras miraba relajado el charco, un niño se le acercó para pedir limosna. Tenía unos tirantes muy graciosos que sujetaban algo que parecía un pantalón. Se le veía muy cansado y él le invitó a sentarse a la vez que le daba unas monedas.
- ¿Qué mira usted, el charco? -se interesó el niño.
- Bueno, en eso estaba, pero mira -dijo señalando el cielo- ¡Mira qué cielo tan hermoso! ¡Qué estrellas tan magníficas!
- A mí no me gusta el cielo -sentenció el niño con esa sinceridad que solo a esa edad se manifiesta.
- ¿Y cómo es eso? -se extrañó -A todo el mundo le gusta el cielo, yo de niño intentaba contar estrellas y...
- Prefiero ese charco -interrumpió el niño.
- ¿Por qué lo prefieres?
- Es más grandioso, contiene todas las estrellas en su agua -¡Mira! -señaló indicando los reflejos.
Mientras pensaba que se encontraba ante un pequeño sabio y seguía mirando el reflejo de las estrellas en el agua, una moto pasó por encima de ese encharcado cielo y les salpicó manchando toda su ropa.
- No te preocupes -le sonrió al niño -nos hemos dado un baño de estrellas