La
mayor parte de las personas viven como si se pudiera negociar con la muerte. Como
si acumular riquezas o mostrarle un currículum de éxitos sirviera para
convencerla de que hoy no es buen día para la guadaña. Pero la muerte no
negocia: se lleva los apegos (materiales, ideológicos, fraternales…) y, sobre
todo, ese yo domesticado desde la infancia para no molestar demasiado al rebaño.
Muchos
creen que la vejez es un fallo de sistema, la enfermedad algo que no debería ocurrir
y la incertidumbre un error de fábrica. Esta creencia les lleva a controlar,
justificar, anticipar… como si el destino aceptara sobornos.
Hasta
que un día uno se percata de la broma: todo es transitorio. No hay manual de
usuario, devolución ni departamento de quejas. Entonces, si aceptamos esto, en
lugar de aterrado, uno se siente más capaz, conectado. Ya no hace falta que la
vida se ajuste a tu guion. Has muerto en vida a todo lo que no perdura, ya no
necesitas identificarte ni demostrar nada a nadie. No hay nada que perder.
Hay
una extraña manipulación pensando que la autoconfianza se consigue acumulando
títulos, esculpiendo un cuerpo de gimnasio o con frases motivacionales de
Instagram. Aparece cuando miras de frente a la muerte, cuando los ojos del
tigre no intimidan porque son los tuyos. Nace cuando aceptas que la vejez es un
privilegio, la enfermedad no supone ningún castigo divino y la incertidumbre es
lo más cierto, equilibrado y real de todo este circo.
Todo
lo demás es postureo espiritual.