27 julio 2006

Hace calor, suena un taladro...

Justo cuando me he puesto a escribir ha empezado la serenata del Taladro Bemol en Sol Mayor en el piso de arriba. Hoy quería hablar de la atención, hoy precisamente, que cada diez segundos tiembla el techo, que cada diez segundos sólo importa el sentido del oído.
He decidido prestar atención al taladro sin más, y sin más no ha funcionado, aparece la ansiedad. He decidido visualizar verdes prados, pero ha aparecido un caballo, taladro en en boca, que me perseguía por todo el monte. También he intentado la postura zen, sentarse y ya está, y ya estaba ahí el taladro anulando todos los sentidos menos el del oído. Finalmente lo he incorporado. Una cosa es el ruído del taladro y otra la interpretación de ese ruido. ¿Y si ese ruído hubiera estado ahí desde el principio de la existencia? Entonces estaría incorporado y sería de lo más normal. He prestado atención, no al taladro, sino a la inatención y a la atención misma. El ruido del taladro, constante, como una tropa de tanques circulando por el techo, rompiéndolo y metiéndose con un gancho futurista en el cerebro para pisotearlo (ahí es nada la descripción); pues ese ruido es un hecho... ¿Por qué interpretar el hecho? El ruido del taladro, su serenata surrealista, ya pertenece a mí. No estoy yo observando o prestando atención al ruído, yo soy el ruido, yo soy el taladro, en la totalidad no hay interpretación. No me separo del ruído (creando la consiguiente resistencia) El ruído es un hecho y no me separo ni huyo del hecho para analizarlo. Como diría J.Krishnamurti yo soy el analizador y lo analizado. Tengo brazos, un poco de tos, ganas de comer, hace calor y suena un taladro... eso es todo. Presta atención a la atención y ésta se disuelve. Incorpora el hecho. Lo que hace sufrir es el debería, hubiera, ocurrirá. Si no estuviera el ruído estaría más tranquilo. ¡No! ¡El ruído está! Lo que hace sufrir es la ilusión del si hubiera. Huir del hecho, desear otro estado diferente al del hecho, eso es introducir sufrimiento, excepto si se puede cambiar el hecho de forma positiva (sinceramente no voy a matar al propietario del taladro, no por falta de ganas, lo he pensado, jaja) Me refiero cuando el hecho psicológico es lo que hay. Imaginar, desear otro estado es irreal, pues este momento contiene toda la totalidad del universo, toda, es lo que hay y no huyo de ello, no comparo cómo estaba antes y cómo estoy ahora, ¡Ahora estoy! Tengo un poco de tos, hace calor, suena un taladro... eso es todo

1 comentario:

Anónimo dijo...

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Sea una luz para usted mismo

lunes 11 de diciembre de 2006
Jiddu Krishnamurti y Pupul Jayakar. (Prefacio 2).


Conocí por primera vez a Krishnamurti en enero de 1948. Yo tenía treinta y dos años y había venido a vivir a Bombay después de casarme con mi esposo, Manmohan Jayakar, en 1937. Mi hija única, Radhika, nació un año más tarde.

Hacía cinco meses que la India era independiente, y yo veía extenderse por delante un grato futuro. Mi entrada en la política era inminente. En esa época, los hombres y mujeres comprometidos en la lucha por la libertad, se volcaban también hacia lo que por entonces se conocía como los programas sociales o constructivos iniciados por el Mahatma Gandhi. Esto abarcaba todos los aspectos concernientes al establecimiento de la nación, particularmente aquellas actividades relacionadas con la India de las aldeas. Desde 1941 yo me había vuelto muy activa en cuestiones de organización vinculadas al bienestar de las mujeres aldeanas, de las cooperativas y de las industrias del campo. Para mí fue una iniciación ardua y rigurosa. Con la libertad, las consecuencias de la partición me vieron en el centro mismo de la principal organización de ayuda establecida en Bombay para los refugiados que, a montones, ingresaban al país desde Pakistán.



Una mañana de domingo fui a ver a mi madre, que vivía en Malabar Hill, Bombay, en un viejo “bungalow” de estructura irregular techado con tejas de la región. La encontré acompañada por mi hermana Nandini, ambas listas para salir. Me dijeron que Sanjeeva Rao, que había estudiado con mi padre en el King’s College de Cambridge, había venido a ver a mi madre. Él observó que, aun después de varios años de luto, ella seguía sumida en un gran dolor por la muerte de mi padre. Se había sugerido, entonces, que un encuentro con Krishnamurti podía ayudarla. Una imagen acudió de súbito a mi mente: la escuela de Varanasi (Benarés), donde yo era estudiante diurna a mediados de 1920. Rememoré la visión de un Krishnamurti muy joven, una figura delgada, hermosa, vestida de blanco; estaba sentado con las piernas cruzadas, mientras uno de los cincuenta niños ponía flores delante de él...

Esa mañana yo no tenía nada que hacer, de modo que acompañé a mi madre. Cuando llegamos a la casa de Ratansi Morarji en Carmichael Road, donde estaba alojado Krishnamurti, vi a Achyut Patwardhan parado fuera de la entrada. En años recientes él se había convertido en un combatiente revolucionario por la libertad, pero yo le conocía desde que éramos niños y vivíamos en Varanasi, en 1920. Conversamos por unos momentos antes de entrar en el salón para esperar a Krishnamurti.

Krishnamurti penetró en la habitación silenciosamente, y mis sentidos estallaron; tuve una súbita e intensa percepción de inmensidad y resplandor. Él llenó la estancia con su presencia, y por un instante me sentí arrasada. No podía hacer otra cosa que mirarlo fijamente.

Nandini presentó a mi madre, de cuerpo frágil y diminuto, y luego se volvió y me presentó a mí. Nos sentamos. Con cierta vacilación, mi madre comenzó a hablar de mi padre, de su amor por él y de la tremenda pérdida que ella había experimentado y que parecía incapaz de aceptar. Le preguntó a Krishnamurti si se encontraría con mi padre en el otro mundo. Por entonces, la acrecentada intensidad de percepción que su presencia había evocado al principio, comenzaba a desvanecerse, y me acomodé en la silla para escuchar lo que yo esperaba iba a ser una respuesta consoladora. Sabía que muchas personas acongojadas le habían visitado, y estaba segura de que él conocería las palabras con las cuales confortarlas.

Abruptamente, habló: “Lo siento, señora. Usted ha acudido al hombre equivocado. Yo no puedo darle el consuelo que busca”. Me enderecé en el asiento, perpleja. “Usted quiere que yo le diga que se encontrará con su esposo después de la muerte, ¿pero qué esposo desea usted encontrar? ¿El hombre que se casó con usted, el hombre con quien estaba cuando usted era joven, el hombre que murió, o el hombre que hoy sería él si hubiera vivido?” Se detuvo y permaneció en silencio por unos instantes. “¿Qué esposo desea encontrar? Porque, seguramente, el hombre que murió no era el mismo que se casó con usted”.

Percibí un restallido de atención en mi mente; yo acababa de escuchar algo extraordinariamente retador. Mi madre parecía muy perturbada. No estaba preparada para aceptar que el tiempo pudiera establecer alguna diferencia en el hombre que ella amó. Dijo: “Mi esposo no habría cambiado”, Krishnamurti replicó: “¿Por qué quiere encontrarse con él? Usted no echa de menos a su esposo, sino el recuerdo de su esposo”. Hizo una nueva pausa, permitiendo que las palabras calaran profundamente.

“Señora, perdóneme”. Él entrelazó sus manos y yo tomé conciencia de la perfección de sus gestos, “¿Por qué mantiene usted vivo su recuerdo? ¿Por qué desea recrearlo en su mente? ¿Por qué trata de vivir en el dolor y continuar con el dolor?” Sentí que mis sensaciones se intensificaban. Su negativa a ser benévolo en el sentido aceptado de la palabra, era demoledora. Mi mente saltaba para aproximarse a la claridad y precisión de sus palabras. Yo sentía que estaba en contacto con algo inmenso y totalmente nuevo. Aunque las palabras sonaran crueles, en sus ojos había dulzura y, de su ser fluía una cualidad curativa. Mientras hablaba, sostenía él la mano de mi madre.

Nandini vio que mi madre estaba alterada. Entonces cambió la conversación y empezó a hablarle a Krishnamurti del resto de la familia. Le dijo que yo era una trabajadora social interesada en la política. Él estaba serio cuando se volvió hacia mí y me preguntó por qué hacía trabajo social. Le respondí diciéndole que ello daba plenitud a mi vida. Sonrió. Eso me hizo sentir incómoda y nerviosa. Luego dijo: “Somos como el hombre que trata de llenar con agua un cubo agujereado. Cuanta más agua vierte dentro, tanta más se derrama fuera, y el cubo permanece vacío”.

Él me miraba sin presionarme. Dijo: “¿De qué trata usted de escapar? Trabajo social, placer, vivir en el dolor... ¿no son todos escapes, intentos de llenar el vacío interno? ¿Puede este vacío llenarse? Y sin embargo, llenar este vacío es todo el proceso de nuestra existencia”.

Yo encontraba sus palabras muy perturbadoras, pero sentía que debían ser exploradas. Para mí, la acción era vida; y lo que él decía resultaba incomprensible. Le pregunté si lo que quería era que yo me sentara en mi casa sin hacer nada. Él escuchaba; y tuve la peculiar sensación de que su escuchar era diferente de todo cuanto yo había jamás percibido o experimentado. Entonces sonrió ante mi pregunta, y su sonrisa llenó la habitación. Poco después de eso nos marchamos. Krishnamurti me dijo: “Nos encontraremos nuevamente”.

La reunión me había dejado muy alterada. No podía dormir, sus palabras seguían surgiendo en mi mente. Con el paso de los días, comencé a asistir a las pláticas que él estaba ofreciendo en los jardines de Sir Chunilal Mehta, el suegro de Nandini. Yo encontraba difícil comprender lo que Krishnamurti decía, pero su presencia me resultaba arrolladora y continuaba yendo. Él hablaba del caos del mundo como la proyección del caos individual. Nos decía que todas las organizaciones y los “ismos” habían fracasado, y que en nuestra búsqueda de seguridad formábamos nuevas organizaciones que a su vez nos traicionaban.

Yo tenía la sensación de no encontrarme en el nivel desde el cual él nos hablaba. Después de unos días solicité una entrevista.

Me movía el impulso de estar con él, de ser observada por él, de sondear en el misterio que impregnaba su presencia. Estaba asustada de lo que podría ocurrir, pero no podía impedirlo. Durante los dos días anteriores a nuestra entrevista, estuve planeando lo que le diría y cómo se lo diría. Cuando entré en la habitación, lo encontré sentado en el piso, con la espalda erecta y las piernas cruzadas, vestido con un inmaculado kurta blanco que se extendía hasta debajo de sus rodillas. Se levantó de un salto, y sus largos dedos semejantes a pétalos se plegaron en el saludo. Me senté frente a él. Vio que yo estaba nerviosa y me pidió que me tranquilizara.

Después de un rato comencé a hablar. Siempre había estado segura de mí misma, de modo que, aunque vacilaba, pronto descubrí que estaba hablando normalmente y que aquello que había planeado decir brotaba a raudales. Hablé de toda mi vida y de mi trabajo, de mi interés por los desamparados, de mi deseo de entrar en la política, de mi labor en el movimiento cooperativo, de mi interés en el arte. Estaba completamente absorta en lo que tenía que decir, en la impresión que trataba de crear. Sin embargo, después de unos momentos tuve la incómoda sensación de que él no escuchaba. Levanté la vista y vi que me estaba mirando con intensidad; sus ojos me interrogaban y sondeaban profundamente. Titubeé y me quedé silenciosa. Luego de una pausa, dijo: “La he observado durante las discusiones. Cuando se encuentra en reposo, hay en su rostro una gran tristeza”.

Olvidé lo que me proponía decir, lo olvidé todo excepto el pesar que había dentro de mí. Yo siempre me había negado a permitir que el dolor me venciera. Estaba tan profundamente enterrado, que muy raras veces hacía impacto en mi mente consciente. Me horrorizaba la idea de que otros pudieran mostrarme piedad y simpatía, y había ocultado mi dolor bajo capas de agresión. Jamás había hablado de esto con nadie ni siquiera para mí misma había admitido mi sentimiento de soledad­; pero ante este silencioso desconocido cayeron todas las máscaras. Miré dentro de sus ojos, y lo que vi reflejado fue mi propio rostro. Como un torrente largamente contenido, acudieron las palabras.

Me recordé a mí misma siendo una niña pequeña, una entre cinco, tímida y dulce, herida ante la más leve aspereza. De piel oscura en una familia donde todos eran hermosos, pasando inadvertida, niña cuando debía haber sido un muchacho, viviendo en una gran casa de construcción irregular, sola durante horas, leyendo libros que rara vez entendía. Me recordé sentada en una terraza poco frecuentada que daba frente a árboles añosos; escuchando leyendas de ogros y héroes, de Hatim Tai y Alí Babá ­los relatos de este antiguo país contados por Immamuddin, el sastre musulmán de barba blanca, quien se sentaba durante todo el día en la terraza con su máquina de coser­. Me recordé escuchando el Ram Charir Manas de Tulsida, cantado por Ram Khilavan, el ciego “coolie” punkah que nos abanicaba, y recordé la fragancia de las frescas, húmedas esteras de khus en un día de verano. (Ram Charir Manas es la historia de Ram y Sita, de la epopeya Ramayana, compuesta en dialecto local por el poeta Tulsidas en una cuarteta insertada en el texto. Antes de que la electricidad llegara a la India, cada “bungalow”, tenia una larga vara de madera colgada horizontalmente del alto cielo raso, la cual llevaba atado un pesado lienzo ornamental. Una cuerda conectaba la vara a través de un agujero en el muro de la terraza exterior, donde un hombre se sentaba tirando de la cuerda y moviendo de esta manera el abanico para crear una ligera brisa en el espantoso calor que impera durante los meses del verano en el norte de la India. Las fragantes esteras de khus colgaban en puertas y ventanas. Cuando estaban húmedas, el viento caliente que soplaba a través de ellas se transformaba en una brisa fresca y perfumada). Recordé los paseos con mi institutriz irlandesa, aprendiendo acerca de plantas y del nombre de las flores, deleitándome con la historia de los reyes y reinas de Inglaterra, Arturo y Ginebra, Enrique VIII y Ana Bolena; jamás jugando con muñecas y muy raras veces con otras niñas. Recordé lo atemorizada que estaba de mi padre, aunque secretamente lo adoraba.

Me recordé a la edad de once años, los brotes abriéndose en mi matriz, el primer flujo de sangre, y con éste un milagroso florecer. Era embriagador madurar y ser joven, ser admirada, vivir intensamente cabalgar, nadar, jugar tenis, bailar­. Con un desenfreno desbordante, yo corría deprisa para encontrarme con la vida.

Me recordé yendo a Inglaterra, el colegio y la estimulación de la mente; el encuentro con mi esposo, el regreso a la India, el matrimonio y el nacimiento de mi hija Radhika.

Inevitablemente, pronto re