En la calle no hemos subido de
dos grados y en el bar también hay niebla. Las lámparas de estilo clasicista
son abordadas por una bruma procedente de pensamientos pasados. Lo remoto tiene
forma de neblina; lo saben los borrachos, las parejas de tres, los gatos que
merodean las chimeneas y las mentiras.
Hay una mujer con un fular azul
inventando remolinos con la cucharilla del café, dos chicos en la edad que se
adolecen cosas, con esa cosa con pantalla que ahora llevamos todos en el
bolsillo como si fuera algo de vital importancia; y el camarero que, trapo en mano,
se afana por recoger y limpiar una mesa.
También está el hombre de la
niebla, que se agarra al vaso de whisky como para subir de dos a cuarenta
grados, del pasado a la nada. Hace tiempo que le conozco así que le saludo y me
cuenta que ya empieza a salir el sol. Es una persona de esas que dicen que
tienen un retraso y los que lo dicen siempre llegan retrasados a la hora de
conocerle. Un día me dijo que bebía en un vaso de whisky cuando claramente era
un refresco de naranja. Estuvimos conversando y me hizo ver la diferencia entre
el vaso y el contenido del vaso. Muchas veces pedía un vaso de whisky o vino y
el camarero le sacaba un vaso vacío y eso le gustaba.
En este bar en blanco y negro con
un fular azul y una pantalla atrapando a dos muchachos, me di cuenta por
primera vez entre la diferencia entre lo que pienso y lo que soy, la conciencia
y lo que contiene, entre la palabra y el acto, la realidad y su interpretación.
Los vasos siguen siendo vasos independientemente del líquido que los llenó.
Salgo con mi amigo al frío de la
calle y le pregunto qué va a hacer hoy. Me dice que ya lo está haciendo, salir
del bar manteniendo una conversación.
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