En el desayuno jugaba con mi
hermana a mirarnos mientras bebíamos un vaso de leche y nos daba la risa. Las
preparaciones para ir a pasar el día al campo me gustaban más que las de los
domingos. Ya no tenía que desordenarme el pelo cuando salía de casa ni manchar
un poco los zapatos porque los veía demasiado relucientes. Nunca me ha gustado
destacar ni ser brillante y esos zapatos lanzaban rayos x como Mazinger.
A medida que nos acercábamos a la
“Madraza” (término que recuerda a las madrasas
o escuelas árabes) aumentaba la ilusión por la desconexión que ello suponía.
Antes de comer nos metíamos en el
Ega para pescar con trasmallo, que yo
siempre lo he escuchado como “tresmayo” (fecha del cuadro de Goya, pero
afortunadamente esta extraña palabra hace referencia a una red para atrapar
peces y tal vez sorpresas) A mí siempre me han dado pena los animales. Solía
soltar los peces, salvar las hormigas cuando había inundación por tormenta y
hasta cazaba las moscas para liberarlas de la sentencia a muerte por
insecticida.
Después de comer navegábamos con
la barca por las inmediaciones de la Peña de Andosilla y asomaban de vez en
cuando culebras de río a saludarnos y el presente se hacía tan presente que era
eterno. Por entonces ayudaba la falta de teléfonos que distrajeran el momento y
apenas vendían relojes sumergibles.
A la tarde íbamos de escalada con
mi tía y subíamos “El pico de la Paloma” El paisaje era como esos de las
películas de vaqueros y, como yo de mayor quería ser vaquero (o más bien John
Wayne) me lo pasaba en grande imaginando.
Usar la imaginación para hacer
las cosas de otra manera, es la base para aumentar el interés y las vivencias.
Esos momentos son los que son, cómodos e incómodos. Si no huyes de ellos… vuelves
de nuevo a la eterna excursión del ahora donde hay madrazas en las que aprender, barcas que descubrir e ilusiones que
nacen de atreverse a vivir los juegos.