Me alejé hasta el camino que va
al riachuelo bien apartado de cualquier urbanización o síntoma de acoso carnavalesco
y he aquí mi tercer encuentro con un jabalí en mi vida. Nos quedamos quietos
mirándonos. El jabalí hacía movimientos como de tragar saliva, supongo que
asustado al ver un humano con la cabeza llena de confeti, barro, goma-espuma y
ni se sabe cuántos pensamientos. Recordé las instrucciones ante estos
encuentros y me retiré lentamente de su camino mirando al horizonte, tan
lentamente y tan mirando donde no debía que caí a una regadera y el jabalí
salió embalado hacia donde me encontraba…
No, el pobre jabalí no resultó
herido, ni me atacó, creo que le dio un ataque de risa, dio media vuelta y se
lo fue a contar a sus amigos. La regadera sí me atacó, de tal modo que había
una mezcla de fango, un olor asqueroso que salía de ese barro tan negro que se
forma en los subsuelos y creo que interrumpí una reunión vecinal de bichos que
supongo estaban dándose un banquete.
Así que volví de mi paseo
relajante muy solo, que es lo que quería, pues cuando llegué a la urbanización,
las personas se iban retirando a mi paso, supongo que por el olor, ya que por
la pinta, iba de los más originales disfrazado de fango andante y recordándome
una frase de Bukowski: No era mi día. Ni
mi semana, ni mi mes, ni mi año. Ni mi vida ¡Maldita sea!
Pero al llegar a casa me di
cuenta que un árbol había nacido de mi cabeza y había frutos creativos y había
silencio.
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