Una muchedumbre interminable arrastraba sus desdichas en grandes maletas. Por fin alguien había descubierto el gran secreto: la felicidad se encontraba al otro lado del puente. De hierro, sin adornos ni sutilezas, parecía construido con prisa y rabia. La leyenda corrió por toda la ciudad, se decía que una mujer desesperada lo había levantado sola, a golpe de martillo.
Llegó una anciana encorvada bajo un baúl lleno de mucho peso, el de siempre: “sé buena madre, hija, esposa…”, “mereces ser feliz…” y estupideces parecidas. Cada paso era un resoplido y, cada resoplido un reproche a la sociedad. Lo miró resignada, suspiró y lo dejó caer cuando atravesó el puente.
Al otro lado encontró una enorme puerta negra. La empujó esperanzada con sus temblorosas manos esperando algo grande: el paraíso, la iluminación, al menos un spa. Pero no había nada, solo un campo desierto y un cartel mugriento que decía: «Aprende a vivir con esto»
Cuando leyó el cartel sintió que algo se rompía por dentro, pero de una manera diferente, como si una cuerda demasiado tensa se soltara. Emitió su primera carcajada en lustros. Era lo más sincero que había visto en toda su vida.
Detrás, la fila seguía avanzando, algunos aferrándose a maletas cada vez más pesadas, otros fundaban la religión del puente. Los que pasaban, o bien se quedaban o volvían cabizbajos. La anciana, ahora ligera como una pluma, decidió dar un último paseo por el puente. Al preguntarle qué había al otro lado, ella se encogió de hombros y dijo:
-Lo mismo que aquí, pero sin baúl que cargar.
El puente seguía ahí, imperturbable, esperando la siguiente alma que se atreviera a enfrentase con su propia carga.