Tenía por costumbre cortar leña
cuando asomaban las primeras luces en el oscurecido cielo. Sus brazos ya no
eran de hierro y, a cada hachazo, se le movía la piel del bíceps como las
cadenas oxidadas de un viejo columpio balanceadas por recuerdos. Su mejor amigo
sucumbió a un ataque de exigencia, víctima de tanto mensaje y vídeo de mierda incitando a dar el cien por
cien. Al final, tanta estupidez de “puedes con todo” se quedó en nada tras un
infarto de éxito.
Desde aquel fatídico día, Arturo emprendió
su labor de cortar leña a la luz de la luna, despacio, junto al viejo roble
donde descansaba su esposa, que murió víctima de un ataque de vida desbordante.
Ella era la estrella que surcaba el cielo, la rama del árbol que brindaba sombra
en días calurosos, la sonrisa que jamás se apagaba.
La cabaña, ahora vacía pero no
desolada, cobraba vida propia. Arturo deja la puerta abierta para que los
peregrinos disfruten de algo más que refugio y calor. Sidra y queso de montaña son
parte del aperitivo para compartir historias y conversaciones que alimentan el
espíritu a parte del cuerpo.
Cada noche, cuando el hacha se
alza y cae lentamente, Arturo se adapta a los cambios de la vida, como si cada astilla
de madera caída fuera un instante de su propia existencia. Cada golpe del hacha
es un acto de liberación, un modo de dejar ir las cargas. Aquella leña envolvía
después la estancia, mientras las conversaciones encontraban calma en el crepitar
de las llamas y las sombras se desvanecían en la danza del fuego…