13 septiembre 2025

La ciudad que aplaudía

En aquella extraña ciudad la rutina de aplaudir era sagrada. Habían decidido ser positivos y valorar las buenas acciones. Cada logro se vivía como una proeza, por pequeño que fuera. Si alguien cedía el asiento en el autobús el aplauso era atronador, la entrega de paquetería se recibía con ovaciones, si nadie gritaba esperando en el tren estallaba la euforia colectiva.

Cuando empezaron esta costumbre el entusiasmo se instaló entre sus habitantes, pero con el tiempo, la ciudad se convirtió en un teatro insoportable. Cada gesto era bien calculado por si se saltaban la regla: ser buenos, felices, positivos… y recibir el aplauso. La bondad se convirtió en un espectáculo y la cortesía en un negocio. Hasta para suspirar agitadamente o quejarse, parecía que había que pedir autorización municipal.

Un día, un ciudadano salió en pijama a la plaza principal y gritó: “¡Estoy hasta los huevos de aplaudir!”

Nadie se le unió. Nadie le contestó. Las persianas de las casas colindantes bajaron con rapidez militar. Simplemente se escuchó el potente eco de su libertad vagando entre los edificios, recordando que la vida no pide aplausos; pide coraje.




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