17 diciembre 2025

El invierno que somos

 El sol se apaga en el invierno de Vivaldi.

La tecla, cansada de obedecer, se rebela y decide no dar más la nota. El piano cojea, el sol no funciona, pero la armonía, —terca, cabezona— continua; herida, pero viva.

Él mira por la ventana y el mundo se ha vuelto gris. Una neblina trae danzas que no se atrevió a bailar, historias que dejó de escribir, retos que llaman a la puerta. Toca el piano sin la tecla del sol porque insistir es la única forma de fe que nos queda.

Uno no es lo que narra. Tampoco lo que dice ni mucho menos lo que recuerda.  Uno es, con suerte, lo que hace cuando nadie aplaude. No somos la nota atascada ni el ordenado pentagrama. Somos la melodía que intenta brotar incluso cuando algo falla. La canción sin cantor.

Un gorrión se posa en la repisa, se sacude las alas y le mira. Él sigue tocando y aparece otro gorrión. Dos cuerpos alados sosteniendo el invierno. Ahí está la armonía: el piano que cojea, la pareja en la repisa, el insistente pianista y la canción.

No somos lo que creemos ser. Somos aquello que ve pasar las creencias sin atraparlas. No somos el frío ni la niebla, sino el invierno cambiando de estación. La grieta por donde se cuela lo nuevo. Por donde el piano, al fin, encuentra el sol.



La tela de john

John McByrne trabajaba vendiendo postales en Inverness. Sus amigos le decían que ese negocio era una causa perdida, que abriera un pub o se hiciera pescador como su abuelo, que al menos sacaba peces en lugar de palabras.

El clima escocés es presto a la melancolía y reuniones bajo las nubes que siempre acechan. John había ideado tarjetas con mensajes, pero no de autoayuda, sino explosiones de realidad, tarjetas que pocos enviarían sin pensárselo dos veces. Entre las más cotizadas estaban “Déjame estar triste”, “Necesitamos amarnos sin necesitarnos”, “Me aburre la felicidad” Verdaderos antídotos contra el optimismo irreal, grietas donde pasaba la luz de lo humano.

Al principio no vendía muchas tarjetas, pero iba haciendo tantas amistades que había tejido una red social sin tecnología, pero con escucha. Todos iban a tomar un té a la tienda de John y, sin darse cuenta, empezaban a dialogar. Sobre todo, de aquellas cosas que no contaban a nadie.  Algunos salían llorando, pero más ligeros; otros dejaban la tienda con una mirada enérgica y viva.

La tela de araña es una trampa, pero también un camino que recorrer, un misterio interconectado. Cada “presa” que caía en la tela de John salía con su tarjeta personalizada y un hilo, como el de Ariadna, para no perderse en el laberinto de la mirada ajena. Les pedía algo muy sencillo: “Invita a un té con escucha con quien ya no espera ser escuchado”

Una mañana encontraron a John en el eterno sueño con una tarjeta en su regazo que decía: “Estoy en otro ahora”

Y nadie se atrevió a llamarlo muerte.