El sol se apaga en el invierno de Vivaldi.
La tecla, cansada de
obedecer, se rebela y decide no dar más la nota. El piano cojea, el sol no
funciona, pero la armonía, —terca, cabezona— continua; herida, pero viva.
Él mira por la
ventana y el mundo se ha vuelto gris. Una neblina trae danzas que no se atrevió
a bailar, historias que dejó de escribir, retos que llaman a la puerta. Toca el
piano sin la tecla del sol porque insistir es la única forma de fe que nos
queda.
Uno no es lo que
narra. Tampoco lo que dice ni mucho menos lo que recuerda. Uno es, con suerte, lo que hace cuando nadie
aplaude. No somos la nota atascada ni el ordenado pentagrama. Somos la melodía
que intenta brotar incluso cuando algo falla. La canción sin cantor.
Un gorrión se posa en
la repisa, se sacude las alas y le mira. Él sigue tocando y aparece otro
gorrión. Dos cuerpos alados sosteniendo el invierno. Ahí está la armonía: el
piano que cojea, la pareja en la repisa, el insistente pianista y la canción.
No somos lo que
creemos ser. Somos aquello que ve pasar las creencias sin atraparlas. No somos
el frío ni la niebla, sino el invierno cambiando de estación. La grieta por
donde se cuela lo nuevo. Por donde el piano, al fin, encuentra el sol.
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