Cada vez que salía a correr ahí estaba; un viejo gato sin afeitar
apuntándome con su mirada felina. Al principio no le di mayor importancia. Cada
mañana salía temprano, con mis zapatillas deshilachadas, camiseta desfasada de
los 80 con el eslogan “dime a quién votas y te diré quién te engaña” y el
objetivo de dejar el futuro atrás. Muchas veces no abandonamos la idea de
futuro y se nos enquista. El deporte es un medio menos agresivo que la bebida,
así como el sexo, otro gran aliado para centrarse en el momento.
Así pues, el tercer día, sobre las ocho, salí trotando camino a la
arboleda cercana. Todo bien, cuatro vacas y una ardilla cotilleando, el viento
como banda sonara y mis peludas piernas respondían adecuadamente. Entonces
pasó. Ahí estaba de nuevo aquel gato, esta vez subido a un árbol con esos ojos
inquietantes observándome pasar corriendo. En ese momento lo reconocí. No lo
vais a creer, pero ese viejo gato impertinente, había estado presente el primer
día de colegio en que me indicaron que dejara de imaginar; en el desfile de
lencería que me hizo aquella chica siete años mayor; cuando decidí decidir aquel
día que me dijeron que mi objetivo era una quimera; también estuvo cuando
escribí aquel relato fatalista y finalista; el día que me perdí a mi aire y cuando
la conocí en el Iruña. Ese viejo gato que soy…
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