El viejo
Aurelio pela borrajas en el porche mientras la tormenta murmura sus primeros
avisos. Sus temblorosas manos, marcadas de cayos y manchas al mérito de la
edad, recorren las hojas tiernas sacando finos hilos de verdura que caen al
suelo como cuando caía en el ring de boxeo en sus tiempos jóvenes. Solo que
ahora percibe mejor los colores, la intensidad, el olor a mojado, el sabor a
derrota, el sonido del amor. Con 92 años, Aurelio, percibe menos deterioro de
vida y menos decadencia en su mirada. Todo parece estar en armonía, en su lugar
adecuado, en su silencio.
Las
borrajas caen en el recipiente con agua mientras la tormenta grita fuertemente
lanzando sus primeras gotas de vida. Pero Aurelio no se inmuta. Las manos de
Aurelio pegaron duro, y la vida también le ha golpeado duro a él.
Sin
embargo, en su vejez, no encuentra decadencia, sino una mayor conexión a la
esencia misma de la vida. Cada momento lo absorbe con una intensidad renovada,
sabiendo que levantarse siempre "valió la alegría", tal como solía
decirle su madre. En medio del espacio y el silencio del porche, Aurelio
encuentra su refugio, donde todo está en su justo sitio, donde la vida sigue su
curso inexorable, y donde él, con cada borraja pelada, se sumerge más
profundamente en el eterno fluir de la existencia.
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