Me he comprado un reloj inteligente, si es que ese término no es una
contradicción. Formo parte de la sociedad y he de adaptarme a ir entregando la
poca inteligencia que queda a aparatos electrónicos. Así un día desapareceremos
para siempre y la vegetación (que ya se está frotando las raíces) campará libre
por la tierra.
Al principio, la cosa parecía prometedora, pulsaciones, pasos
recomendados al día, salud, hasta una especie de asistente personal que te
recuerda que respires cada dos minutos. Me parecía estar al borde de la
perfección. Si seguía las recomendaciones del reloj, en poco tiempo podría
negociar la inmortalidad con Doña Muerte. Si a esto le añades algún libro de
autoayuda, puedes llegar a ser el adalid del bienestar.
Poco tardó en llegar el pánico; salud adecuada, comportamiento correcto,
equilibrio mental… ¡Por Dios! Me sentía
como un muñeco programado para ser feliz, esa palabra que provoca tantos
problemas y desencantos. Me falto poco para romper el reloj de un martillazo,
pero la vida, al final te pone a tocar tierra.
Si la gente tiene miedo de sentirse incómoda, entonces ¿qué diablos
estamos haciendo aquí? La vida es incomodidad pura, caos, perturbación y,
tratar de evitarla es como intentar esconderse de una tormenta en medio del
desierto. No se puede estar siempre cómodo, hay que saber estar en las
emociones incómodas sin reprimirlas.
Así pues, después del empacho de tantos días saludables, seguí los
consejos de Buda sobre el término medio de la manera más sensata posible: me
preparé un par de huevos fritos con chistorra. Compensación, es decir,
equilibrio de todos modos. Mientras saboreaba o equilibraba mi ánimo, pensé
que, en lugar de leer otro libro sobre emociones, podría dar un paseo por el
monte o quizá darme un buen meneo, que seguramente son medios igual de eficaces
para disolver el maldito ego, la tontería y sin un reloj que te controle los
hechos.