A los libros de la estantería del salón no
les afecta el insomnio. Son ya las cinco. La cama parecía un barco a la deriva
sin sueños, pesadillas ni timón. Hay una taza de té en la mesa con resaca, unas
gafas a la espera de ojos y se oye ese ruido característico del frigorífico
desde la cocina.
Tengo la curiosa sensación de que los libros
están activos, parloteando entre ellos y trazando un plan contra los lectores.
Yo descanso en una butaca sentado al lado de la estantería y casi puedo oír las
historias que habrá ahí dentro. Cojo uno al azar. Es de cuentos cortos y leo la
historia dialogada de un matrimonio con todos los síntomas de un matrimonio,
pero narrado de un modo espléndido.
Ese es el secreto, el modo en que se
transmite lo cotidiano puede ser emocionante si uno se fija bien.
En la calle las farolas, que también tienen
insomnio, no enfocan a nadie. Están a la espera de una nueva escena que pronto
pasará.
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