El cine tenía nombre de isla mítica, de
continente perdido. La adolescencia es esa patria que nadie ubica, tierra de nadie,
de quiero y no puedo, de “me da igual”, de egocentrismo sin el disimulo que
vendrá luego, de caos.
Una temporada pusieron pelis de miedo.
Entrábamos haciéndonos los valientes, una broma por aquí, una sonrisilla
nerviosa por allá y las miradas a las chicas que, por supuesto, eran más
valientes.
Recuerdo que se titulaba “La Niebla” en los
años 80 y cada vez que aparecía la bruma, unas criaturas asesinas surgían y la
mayoría mirábamos a través de los dedos entreabiertos de las manos. Poco a poco
iban desapareciendo chicos del cine, con alguna excusa para hacerse los
valientes, vamos, que no les quedaba otra que irse.
Eran tiempos de intermedio para coger
palomitas, bebidas azucaradas y aplausos al final de la trama. El caso es que, una
vez aguantamos hasta el final, salimos dos amigos del cine y ¡Había niebla en
la calle! Mi casa, al final del pueblo, tenía un largo trecho como para ir solo
envuelto en esa neblina después de sobrevivir a varios sustos. Así pues, me fui
con mi amigo a su casa, donde el inicio de la adolescencia y sus miedos se
curaban con un poco de pan con chocolate y un repaso a las aventuras que al día
siguiente quedaban por recorrer.
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