La idea de equilibrio mental se ha vinculado tradicionalmente a la adaptación social, una trampa que, en muchos casos, asfixia la individualidad. En Europa, hubo un tiempo en que adaptarse significaba que la mujer no debía estudiar ni acceder al conocimiento, a menos que perteneciera a la realeza o al clero. Si arriesgaban desafiar estas normas, se las calificaba de locas o brujas.
En otras épocas, ser un “adaptado social” implicaba aceptar la inferioridad de ciertas razas o ver la homosexualidad como algo perverso. Quienes cuestionaban estas ideas eran considerados perturbados. También se considera adaptación aprovechar privilegios dentro de la política, la empresa o la banca, con influencias o “enchufes” que condenamos en público, pero aceptamos en privado cuando nos benefician.
Así, cada época va construyendo su concepto de “normalidad”, un molde social que, en aras de la aceptación, desvanece las convicciones personales. Adaptarse se convierte en ceder, en no parecer raro, en rendirse a la influencia de lo “aceptable”. Y cuando lo “normal” nace de la masa, de la ideología, del poder, la religión dogmática o el miedo, comienza la cacería y el debate sobre lo que significa realmente una persona equilibrada.
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