13 septiembre 2025

La ciudad que aplaudía

En aquella extraña ciudad la rutina de aplaudir era sagrada. Habían decidido ser positivos y valorar las buenas acciones. Cada logro se vivía como una proeza, por pequeño que fuera. Si alguien cedía el asiento en el autobús el aplauso era atronador, la entrega de paquetería se recibía con ovaciones, si nadie gritaba esperando en el tren estallaba la euforia colectiva.

Cuando empezaron esta costumbre el entusiasmo se instaló entre sus habitantes, pero con el tiempo, la ciudad se convirtió en un teatro insoportable. Cada gesto era bien calculado por si se saltaban la regla: ser buenos, felices, positivos… y recibir el aplauso. La bondad se convirtió en un espectáculo y la cortesía en un negocio. Hasta para suspirar agitadamente o quejarse, parecía que había que pedir autorización municipal.

Un día, un ciudadano salió en pijama a la plaza principal y gritó: “¡Estoy hasta los huevos de aplaudir!”

Nadie se le unió. Nadie le contestó. Las persianas de las casas colindantes bajaron con rapidez militar. Simplemente se escuchó el potente eco de su libertad vagando entre los edificios, recordando que la vida no pide aplausos; pide coraje.




12 agosto 2025

Aceptando lo inevitable

La mayor parte de las personas viven como si se pudiera negociar con la muerte. Como si acumular riquezas o mostrarle un currículum de éxitos sirviera para convencerla de que hoy no es buen día para la guadaña. Pero la muerte no negocia: se lleva los apegos (materiales, ideológicos, fraternales…) y, sobre todo, ese yo domesticado desde la infancia para no molestar demasiado al rebaño.

Muchos creen que la vejez es un fallo de sistema, la enfermedad algo que no debería ocurrir y la incertidumbre un error de fábrica. Esta creencia les lleva a controlar, justificar, anticipar… como si el destino aceptara sobornos.

Hasta que un día uno se percata de la broma: todo es transitorio. No hay manual de usuario, devolución ni departamento de quejas. Entonces, si aceptamos esto, en lugar de aterrado, uno se siente más capaz, conectado. Ya no hace falta que la vida se ajuste a tu guion. Has muerto en vida a todo lo que no perdura, ya no necesitas identificarte ni demostrar nada a nadie. No hay nada que perder.

Hay una extraña manipulación pensando que la autoconfianza se consigue acumulando títulos, esculpiendo un cuerpo de gimnasio o con frases motivacionales de Instagram. Aparece cuando miras de frente a la muerte, cuando los ojos del tigre no intimidan porque son los tuyos. Nace cuando aceptas que la vejez es un privilegio, la enfermedad no supone ningún castigo divino y la incertidumbre es lo más cierto, equilibrado y real de todo este circo.

Todo lo demás es postureo espiritual.




23 junio 2025

Danzando con fuego

 Aunque te quemes sigue, porque la hoguera no es el enemigo. Es el fuego interno que no liberas, ese que no se suelta con discursos baratos motivacionales ni en retiros donde el ego se disfraza de especial.

La libertad es un puñetazo que te suelta la vida cuando más te pierdes en buscarla. No se alcanza, te alcanza. Deja que el fuego incendie los miedos, que te atraviesen, ten dudas, quema las malditas ganas de controlarlo todo.

Baila al ritmo del crepitar y no te quemarás, incluso si atraviesas descalzo la hoguera. Observa como el lobo, no como el perro. La libertad no se puede domesticar. Saca aquello que debe ser aullado, lo que tanto tiempo llevas buscando pese a saber siempre dónde ha estado.

El apego es la cárcel que construyes con ladrillos de pasado y expectativas. Suelta todo, pon tu mano en el fuego suavemente, desafía la vida. Desnúdate de todo lo que te protege del fuego interno. El rol, la culpa e incluso el miedo a parecer un idiota mientras danzas. Si no mueres no vives. Muere al pasado, al apego, a la complacencia, al protagonismo, al personaje, a la imagen y a la mentira que te cuentas para no danzar. Quema el guion e improvisa ¿Qué ganas sin danzar?

Quién baila en el fuego ya no teme arder.



El que no aplaudió

 Todos aplaudían en la representación final del curso. Los padres grababan entusiasmados, como si capturar el momento fuera más importante que vivirlo. En el escenario, adolescentes disfrazados de entusiasmo: algunos bailaban sin ganas, otros sonreían por reflejo.

Menos uno.

Ni bailaba, ni aplaudía, ni saltaba, ni sonreía. Solo observaba con gesto aburrido, como si ya hubiera visto todo anteriormente.

Se acercó la tutora (con la dulzura programada para estos casos) y le preguntó si se encontraba bien.

-Sí –asintió con total seguridad extrañado por la pregunta. –Solo que no entiendo por qué hay que fingir que esto nos gusta.

La maestra frunció el ceño horrorizada y se fue a dialogar con el director y buscar a los padres. Al día siguiente lo enviaron a orientación especial. El informe señalaba “Falta de integración. Comportamiento crítico y tendencia asocial”

Nadie sospechó de la verdad incómoda: el chico estaba bastante equilibrado.

Y otros, simplemente estaban muy bien entrenados.




Sin arreglo

 Sus manos temblorosas todavía sabían ir al punto exacto de la reparación, aún conservaban esa magia. Arreglaba relojes enfadados que se empeñaban en detener el tiempo, cajas de música afónicas, cremalleras con fobia a cerrar e incluso maniquíes con la mirada vacía.

Un día, cuando un reloj en huelga decidió pararse a las once y once, entró una mujer en su taller. No traía ni bolso ni objetos, solo los hombros vencidos, mirada triste y una voz temblorosa.

-¿Puedes arreglarme?

Arturo la observó detenidamente, pensativo. Cogió sus manos como quien calibra un engranaje averiado. Examinó en su mirada alguna pieza suelta, su vitalismo.

-Creo que puedo intentarlo –comentó tras un largo silencio-, pero muchas veces un roto no necesita arreglo. Solo que alguien lo entienda.

Y, por primera vez, dejó sus herramientas a un lado y nada fue arreglado, pero algo, sin duda, comenzó a funcionar.




El hombre que se anulaba

Roberto empezó a desaparecer un viernes a la mañana.

Al principio fue su reflejo borroso en el espejo. Después, su nombre en el buzón de correos. En la panadería, cuando decían “siguiente” le adelantaban todos. Al día siguiente, en su oficina había otra persona ocupando su cargo, como si jamás hubiera existido.

Volvió a casa y su mujer, sorprendida preguntó “¿Quién eres”? cerrándole la puerta.

Fue corriendo a la cristalera de la librería de al lado, pero no captaba su reflejo, solo el vacío.

Entonces, comprendió. Había pasado demasiado tiempo tratando de no molestar, de ser humilde y no incomodar.

Y la vida, obediente, lo había olvidado.






El planeta de los normales

 Todavía no se sabe cuándo empezó todo, pero un día, la gente empezó a desaparecer. Simplemente, se esfumaban. Un abrigo huérfano en la acera, un café humeante sin dueño, un cigarro a medio consumir, aviones sin pilotos o conductores que desaparecieron en pleno semáforo en rojo. Suena espeluznante, pero así sucedió en ese lejano planeta.

Al principio, nadie se alarmó demasiado. Eran los raros los primeros en irse. Los que hablaban solos por las calles, los que bailaban sin música, los que leían sin móvil o los que reían muy alto.

El orden, ese dulce veneno, se fue imponiendo. Todo parecía correcto, en su sitio, normal, esa era la palabra deseada: “normal” Nadie fuera de lugar ni haciendo preguntas incómodas, no más locos mirando el cielo sin motivo aparente.

Después desaparecieron los que pensaban demasiado. Los que dudaban, los que se cuestionaban a sí mismos y al mundo. Y el planeta, por fin, se llenó de gente equilibrada, pulcra, funcional, predecible. Un edén de estabilidad. Sin sobresaltos. Sin disonancias. Sin sueños. Sin nadie.




Domingos en el río

No sabía nadar y, sinceramente, no me importaba. Mientras mi padre y mi tío esperaban en las orillas del río Ega, aferrados a la esperanza de atrapar un barbo, una madrilla o incluso un sueño extraviado, yo me sumergía con el agua hasta el cuello, sujetando mi red como si fuera la última estaca de un náufrago. Después, el pescado se asaba al fuego, y por la tarde, como si fuéramos exploradores de un mundo que solo existía los domingos, escalábamos montes, construíamos barcos de juncos y nos lanzábamos a la aventura en una barca famélica pero llena de promesas. Esos domingos de mi infancia me enseñaron, de forma auténtica, que quien no se atreve a mojarse, no solo se queda sin peces, sino también sin historia. Y uno, no ha nacido para quedarse en la orilla.