En aquella extraña
ciudad la rutina de aplaudir era sagrada. Habían decidido ser positivos y
valorar las buenas acciones. Cada logro se vivía como una proeza, por pequeño
que fuera. Si alguien cedía el asiento en el autobús el aplauso era atronador,
la entrega de paquetería se recibía con ovaciones, si nadie gritaba esperando en
el tren estallaba la euforia colectiva.
Cuando empezaron
esta costumbre el entusiasmo se instaló entre sus habitantes, pero con el
tiempo, la ciudad se convirtió en un teatro insoportable. Cada gesto era bien
calculado por si se saltaban la regla: ser buenos, felices, positivos… y
recibir el aplauso. La bondad se convirtió en un espectáculo y la cortesía en
un negocio. Hasta para suspirar agitadamente o quejarse, parecía que había que
pedir autorización municipal.
Un día, un ciudadano
salió en pijama a la plaza principal y gritó: “¡Estoy hasta los huevos de
aplaudir!”
Nadie se le unió. Nadie
le contestó. Las persianas de las casas colindantes bajaron con rapidez militar.
Simplemente se escuchó el potente eco de su libertad vagando entre los
edificios, recordando que la vida no pide aplausos; pide coraje.