Y ahí
estaba yo, con mi sombrero de juguete, como si fuera el sheriff encargado de
mantener orden en territorio comanche. Yo, que era incapaz de matar una mosca, que
las rescataba del cruento destino del insecticida. Ahí estaba confundiendo mi
vocación, que era ser un indio libre y vivir en las montañas como Nube Roja,
fumar en pipa y transformarme en águila dentro de un viaje místico.
Y ahí
estaba yo, veinte años después, ya sin armas, pero el sueño intacto de que no
se podía comprar el cielo ni poner fronteras a la naturaleza. Todavía podía
definir el susurro que hace una hoja al caer empujada por el otoño y correr como
un bisonte por las praderas.
Y
aquí estoy yo, en medio de fronteras y la compraventa de la biósfera. Las
moscas se acuerdan de mí y me saludan como si fuera su rey. La imagen se ha
adueñado de un mundo en el que se educa para convertir a las personas en
personajes amoldados. Todavía revolotea el águila por mi cabeza y nadie puede
poner parcelas en el cielo; aquí estoy recordando las palabras de Nube Roja: ¿Cómo se puede
comprar o vender el firmamento? Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el
venado, el caballo, el gran águila; éstos son nuestros hermanos. Las escarpadas
peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos
pertenecemos a la misma familia. Esto sabemos: La tierra no pertenece al
hombre; el hombre pertenece a la tierra.
Y aquí estoy yo, salvaje, mientras mi grito
guerrero resuena en la jungla de asfalto.
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