No sabía nadar y, sinceramente, no me importaba. Mientras mi padre y mi tío esperaban en las orillas del río Ega, aferrados a la esperanza de atrapar un barbo, una madrilla o incluso un sueño extraviado, yo me sumergía con el agua hasta el cuello, sujetando mi red como si fuera la última estaca de un náufrago. Después, el pescado se asaba al fuego, y por la tarde, como si fuéramos exploradores de un mundo que solo existía los domingos, escalábamos montes, construíamos barcos de juncos y nos lanzábamos a la aventura en una barca famélica pero llena de promesas. Esos domingos de mi infancia me enseñaron, de forma auténtica, que quien no se atreve a mojarse, no solo se queda sin peces, sino también sin historia. Y uno, no ha nacido para quedarse en la orilla.
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