Todavía no se sabe cuándo empezó todo, pero un día, la gente empezó a desaparecer. Simplemente, se esfumaban. Un abrigo huérfano en la acera, un café humeante sin dueño, un cigarro a medio consumir, aviones sin pilotos o conductores que desaparecieron en pleno semáforo en rojo. Suena espeluznante, pero así sucedió en ese lejano planeta.
Al principio, nadie se alarmó demasiado. Eran los raros los primeros en irse. Los que hablaban solos por las calles, los que bailaban sin música, los que leían sin móvil o los que reían muy alto.
El orden, ese dulce veneno, se fue imponiendo. Todo parecía correcto, en su sitio, normal, esa era la palabra deseada: “normal” Nadie fuera de lugar ni haciendo preguntas incómodas, no más locos mirando el cielo sin motivo aparente.
Después desaparecieron los que pensaban demasiado. Los que dudaban, los que se cuestionaban a sí mismos y al mundo. Y el planeta, por fin, se llenó de gente equilibrada, pulcra, funcional, predecible. Un edén de estabilidad. Sin sobresaltos. Sin disonancias. Sin sueños. Sin nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario