23 junio 2025

Danzando con fuego

 Aunque te quemes sigue, porque la hoguera no es el enemigo. Es el fuego interno que no liberas, ese que no se suelta con discursos baratos motivacionales ni en retiros donde el ego se disfraza de especial.

La libertad es un puñetazo que te suelta la vida cuando más te pierdes en buscarla. No se alcanza, te alcanza. Deja que el fuego incendie los miedos, que te atraviesen, ten dudas, quema las malditas ganas de controlarlo todo.

Baila al ritmo del crepitar y no te quemarás, incluso si atraviesas descalzo la hoguera. Observa como el lobo, no como el perro. La libertad no se puede domesticar. Saca aquello que debe ser aullado, lo que tanto tiempo llevas buscando pese a saber siempre dónde ha estado.

El apego es la cárcel que construyes con ladrillos de pasado y expectativas. Suelta todo, pon tu mano en el fuego suavemente, desafía la vida. Desnúdate de todo lo que te protege del fuego interno. El rol, la culpa e incluso el miedo a parecer un idiota mientras danzas. Si no mueres no vives. Muere al pasado, al apego, a la complacencia, al protagonismo, al personaje, a la imagen y a la mentira que te cuentas para no danzar. Quema el guion e improvisa ¿Qué ganas sin danzar?

Quién baila en el fuego ya no teme arder.



El que no aplaudió

 Todos aplaudían en la representación final del curso. Los padres grababan entusiasmados, como si capturar el momento fuera más importante que vivirlo. En el escenario, adolescentes disfrazados de entusiasmo: algunos bailaban sin ganas, otros sonreían por reflejo.

Menos uno.

Ni bailaba, ni aplaudía, ni saltaba, ni sonreía. Solo observaba con gesto aburrido, como si ya hubiera visto todo anteriormente.

Se acercó la tutora (con la dulzura programada para estos casos) y le preguntó si se encontraba bien.

-Sí –asintió con total seguridad extrañado por la pregunta. –Solo que no entiendo por qué hay que fingir que esto nos gusta.

La maestra frunció el ceño horrorizada y se fue a dialogar con el director y buscar a los padres. Al día siguiente lo enviaron a orientación especial. El informe señalaba “Falta de integración. Comportamiento crítico y tendencia asocial”

Nadie sospechó de la verdad incómoda: el chico estaba bastante equilibrado.

Y otros, simplemente estaban muy bien entrenados.




Sin arreglo

 Sus manos temblorosas todavía sabían ir al punto exacto de la reparación, aún conservaban esa magia. Arreglaba relojes enfadados que se empeñaban en detener el tiempo, cajas de música afónicas, cremalleras con fobia a cerrar e incluso maniquíes con la mirada vacía.

Un día, cuando un reloj en huelga decidió pararse a las once y once, entró una mujer en su taller. No traía ni bolso ni objetos, solo los hombros vencidos, mirada triste y una voz temblorosa.

-¿Puedes arreglarme?

Arturo la observó detenidamente, pensativo. Cogió sus manos como quien calibra un engranaje averiado. Examinó en su mirada alguna pieza suelta, su vitalismo.

-Creo que puedo intentarlo –comentó tras un largo silencio-, pero muchas veces un roto no necesita arreglo. Solo que alguien lo entienda.

Y, por primera vez, dejó sus herramientas a un lado y nada fue arreglado, pero algo, sin duda, comenzó a funcionar.




El hombre que se anulaba

Roberto empezó a desaparecer un viernes a la mañana.

Al principio fue su reflejo borroso en el espejo. Después, su nombre en el buzón de correos. En la panadería, cuando decían “siguiente” le adelantaban todos. Al día siguiente, en su oficina había otra persona ocupando su cargo, como si jamás hubiera existido.

Volvió a casa y su mujer, sorprendida preguntó “¿Quién eres”? cerrándole la puerta.

Fue corriendo a la cristalera de la librería de al lado, pero no captaba su reflejo, solo el vacío.

Entonces, comprendió. Había pasado demasiado tiempo tratando de no molestar, de ser humilde y no incomodar.

Y la vida, obediente, lo había olvidado.






El planeta de los normales

 Todavía no se sabe cuándo empezó todo, pero un día, la gente empezó a desaparecer. Simplemente, se esfumaban. Un abrigo huérfano en la acera, un café humeante sin dueño, un cigarro a medio consumir, aviones sin pilotos o conductores que desaparecieron en pleno semáforo en rojo. Suena espeluznante, pero así sucedió en ese lejano planeta.

Al principio, nadie se alarmó demasiado. Eran los raros los primeros en irse. Los que hablaban solos por las calles, los que bailaban sin música, los que leían sin móvil o los que reían muy alto.

El orden, ese dulce veneno, se fue imponiendo. Todo parecía correcto, en su sitio, normal, esa era la palabra deseada: “normal” Nadie fuera de lugar ni haciendo preguntas incómodas, no más locos mirando el cielo sin motivo aparente.

Después desaparecieron los que pensaban demasiado. Los que dudaban, los que se cuestionaban a sí mismos y al mundo. Y el planeta, por fin, se llenó de gente equilibrada, pulcra, funcional, predecible. Un edén de estabilidad. Sin sobresaltos. Sin disonancias. Sin sueños. Sin nadie.




Domingos en el río

No sabía nadar y, sinceramente, no me importaba. Mientras mi padre y mi tío esperaban en las orillas del río Ega, aferrados a la esperanza de atrapar un barbo, una madrilla o incluso un sueño extraviado, yo me sumergía con el agua hasta el cuello, sujetando mi red como si fuera la última estaca de un náufrago. Después, el pescado se asaba al fuego, y por la tarde, como si fuéramos exploradores de un mundo que solo existía los domingos, escalábamos montes, construíamos barcos de juncos y nos lanzábamos a la aventura en una barca famélica pero llena de promesas. Esos domingos de mi infancia me enseñaron, de forma auténtica, que quien no se atreve a mojarse, no solo se queda sin peces, sino también sin historia. Y uno, no ha nacido para quedarse en la orilla.



La masa

Ya casi estaba en el borde del cubo. Trepó con esfuerzo, hundiendo las uñas en el filo resbaladizo. La luz de fuera se filtraba, prometiendo algo más que la compañía de esos idiotas. Un último empujón y estaría fuera de esa cloaca.

—¿A dónde crees que vas? —gruñó uno desde abajo, tirando de su pata.

—A la cima —dijo, sin aliento—. Lejos de aquí.

—¿Para qué? Aquí estamos todos juntos, la familia, la comunidad…

-Ahí afuera debe haber más cosas –respondió con vehemencia.

Todos lo miraron con esa mezcla de recelo y envidia que solo los mediocres saben expresar. Uno de ellos, el más ruidoso, soltó la frase definitiva:

—Si sale de aquí, nos hará quedar como unos imbéciles.

Y eso era inaceptable. Así que lo agarraron entre varios y lo arrastraron de vuelta al fondo.

Esa madrugada, mientras el cubo se inclinaba y una gran mano descendía, el cangrejo pensó:

«Querían que me quedara… y ahora nos van a hervir a todos.»




10 febrero 2025

El puente de la felicidad

Una muchedumbre interminable arrastraba sus desdichas en grandes maletas. Por fin alguien había descubierto el gran secreto: la felicidad se encontraba al otro lado del puente. De hierro, sin adornos ni sutilezas, parecía construido con prisa y rabia. La leyenda corrió por toda la ciudad, se decía que una mujer desesperada lo había levantado sola, a golpe de martillo.

Llegó una anciana encorvada bajo un baúl lleno de mucho peso, el de siempre: “sé buena madre, hija, esposa…”, “mereces ser feliz…” y estupideces parecidas. Cada paso era un resoplido y, cada resoplido un reproche a la sociedad. Lo miró resignada, suspiró y lo dejó caer cuando atravesó el puente.

Al otro lado encontró una enorme puerta negra. La empujó esperanzada con sus temblorosas manos esperando algo grande: el paraíso, la iluminación, al menos un spa. Pero no había nada, solo un campo desierto y un cartel mugriento que decía: «Aprende a vivir con esto»

Cuando leyó el cartel sintió que algo se rompía por dentro, pero de una manera diferente, como si una cuerda demasiado tensa se soltara. Emitió su primera carcajada en lustros. Era lo más sincero que había visto en toda su vida.

Detrás, la fila seguía avanzando, algunos aferrándose a maletas cada vez más pesadas, otros fundaban la religión del puente. Los que pasaban, o bien se quedaban o volvían cabizbajos. La anciana, ahora ligera como una pluma, decidió dar un último paseo por el puente. Al preguntarle qué había al otro lado, ella se encogió de hombros y dijo:

-Lo mismo que aquí, pero sin baúl que cargar.

El puente seguía ahí, imperturbable, esperando la siguiente alma que se atreviera a enfrentase con su propia carga.







09 febrero 2025

Estrés y ansiedad: ocho pasos para dejar de pelear contigo mismo

  1. Reconócela: La ansiedad no es un fantasma; es un altavoz interno que grita “¡Peligro!” aunque estés bañándote en un spa. Aprende a reconocerla antes de que se disfrace de agotamiento o insomnio.
  2. Expectativas: No vivas la vida que esperan de ti. Ser amable está bien, pero no hace falta optar al nobel o ser una ONG emocional. Aprende a decir sí cuando es sí y no cuando es no. ¿Qué esperas tú de ti?
  3. No trates de controlar: Tu mente es una vía de cinco carriles sin semáforos. Si la tratas de controlar serás el controlado. Observa el caos estando presente en la sensación. Observa.
  4. Rescata tu cuerpo: Aprende a liberar la tensión. Una respiración bien hecha puede hacer más milagros que un día entero de quejas. Mueve tu cuerpo de la manera que más te gusta, pero muévelo, usa tu atención. Lo que enfocas crece.
  5. Cambia el diálogo: Si te hablas como un censor de cine mal pagado, es hora de cambiar el guion. Sólo estás escribiendo tu historia. El que te juzga eres tú. Expresa lo que deseas y lo que no deseas. Sé claro. Pon límites.
  6. Frena. No necesitas hacer cinco cosas a la vez. Prioriza y descansa. El mundo no se acaba si dedicas algún día a hacer absolutamente nada.
  7. Acepta los pensamientos: No se trata de pelear con ellos, sino de darse cuenta de que solo son pensamientos. La realidad es lo que haces. No des tanta credibilidad a la radio interna. Cambia de emisora, “onda realidad”
  8. Busca ayuda: A veces, hablar con alguien que no sea tu espejo o tu amigo, también es útil.

Las tormentas más fuertes se vuelven inocuas cuando aprendemos a navegar en ellas