Cada jueves, puntual como un reloj averiado, acudía a su encuentro a las cuatro y diez, llevando consigo un inusual obsequio hacia esa casa echa de cartones, sonrisas y momentos. El regalo, un ramo de rosas confeccionado a partir de cables desechados y abandonados en las entrañas de la basura urbana, era su modesta muestra de afecto hacia ella. No obstante, como era habitual, las críticas no tardaban en llegar.
Ella, con su mirada impasible y su voz cargada de desdén, no dejaba pasar por alto ninguna imperfección. Siempre encontraba un cable faltante por aquí, un pedazo de tela por allá. Insistía en que el ramo no despedía el suficiente aroma a cable. Pero Don Pablo, vestido con su peculiar atuendo compuesto por pantalón de chándal, americana y bombín, se afanaba en confeccionar el ramo más hermoso jamás contemplado.
Un
día, sin embargo, la fortuna pareció sonreírle. Sus ojos se toparon con un
conjunto de auténticas rosas, pero sabía que se iban a marchitar y anhelaba
algo eterno para su querida mujer. Fue entonces cuando una idea trascendental surgió
en su mente, y así, en lugar de trenzar los cables, decidió regalarle su
electricidad.
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